EL NIÑO QUE NO SABÍA JUGAR
Ana María Matute
Había
un niño que no sabía jugar. La madre le miraba desde la ventana ir y
venir por los caminillos de tierra con las manos quietas, como caídas a
los dos lados del cuerpo. Al niño, los juguetes de colores chillones, la
pelota, tan redonda, y los camiones, con sus ruedecillas, no le
gustaban. Los miraba, los tocaba, y luego se iba al jardín, a la tierra
sin techo, con sus manitas, pálidas y no muy limpias, pendientes junto
al cuerpo como dos extrañas campanillas mudas. La madre miraba inquieta
al niño, que iba y venía con una sombra entre los ojos. «Si al niño le
gustara jugar yo no tendría frío mirándole ir y venir». Pero el padre
decía, con alegría: «No sabe jugar, no es un niño corriente. Es un niño
que piensa».
Un día la madre se abrigó y siguió al niño, bajo la lluvia, escondiéndose entre los árboles. Cuando el niño llegó al borde del estanque, se agachó, buscó grillitos, gusanos, crías de rana y lombrices. Iba metiéndolos en una caja. Luego, se sentó en el suelo, y uno a uno los sacaba. Con sus uñitas sucias, casi negras, hacía un leve ruidito, ¡crac!, y les segaba la cabeza.
Un día la madre se abrigó y siguió al niño, bajo la lluvia, escondiéndose entre los árboles. Cuando el niño llegó al borde del estanque, se agachó, buscó grillitos, gusanos, crías de rana y lombrices. Iba metiéndolos en una caja. Luego, se sentó en el suelo, y uno a uno los sacaba. Con sus uñitas sucias, casi negras, hacía un leve ruidito, ¡crac!, y les segaba la cabeza.
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